Botonera

--------------------------------------------------------------

19.4.13

DERIVAS Y FICCIONES: DANIEL BUREN: CUBRIR PARA DESCUBRIR, INTERFERIR PARA DENUNCIAR


COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


DANIEL BUREN
CUBRIR PARA DESCUBRIR, 
INTERFERIR PARA DENUNCIAR



POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


Los trabajos in situ de Daniel Buren (Boulogne-Billancourt, 1938) suelen sacar el arte del espacio académico y cerrado del museo. El museo, con sus muros y pedestales asépticos y libres de las “impurezas” de la vida cotidiana, condiciona el modo de exhibición y recepción de una obra artística, distanciándola del "ruido" de la ciudad. 

Buren hace lo que uno creería capaz de hacer a un niño: pinta bandas verticales idénticas y tapa con esas bandas paredes de museos, afiches publicitarios, monumentos y escalinatas públicas. También cubre con esas bandas los toldos de los comercios y las velas de pequeñas embarcaciones. Todo en el "mundo-Buren" es una sucesión continua de líneas rectas, idénticas e integradas a sus soportes. 

Con un mínimo de expresión, color y forma, las bandas verticales de Buren (de imperturbables 8,7 cm) alternan invariablemente el blanco con otros colores. Al prescindir de la figuración, el contraste entre la monotonía de las líneas rectas con los montajes publicitarios que las circundan desvía e impacta la mirada del paseante. Lo perturbador no es el "detalle" en sí (porque la obra, anónima y mecánica, no dice absolutamente nada por sí misma) sino su relación con el contexto urbano al que pertenece y que la mirada, tomada por asalto, se ve forzada a examinar. 

Ante las rayas de Buren no deberíamos ver únicamente un seductor outil visuel ("herramienta visual") que  problematiza la línea divisoria entre el "mundo del arte" y el "mundo de la vida". La intervención de los espacios urbanos con papeles rayados es un gesto político de “ecología de la imagen”, en abierta oposición a la polución visual derivada de la estética de la mercancía.


Para articularse con la existencia urbana, el arte debe hablar un lenguaje nuevo: una prosa ágil y áspera, capaz de registrar y dar forma a los impulsos y sobresaltos de la vida moderna que describiera Baudelaire desde el spleen de París. En esta senda, y al ritmo del alfabeto visual de la neovanguardia (v.gr., el pop art), múltiples signos mercantiles ingresaron, resignificados, a los espacios reservados al "Arte" (con mayúscula), a fin de desnudar las estrategias de seducción de la sociedad de masas. 

Mientras algunas llevan la calle al museo, otros emplazan sus obras en las calles. En las producciones in situ de Buren, la opción son las inmóviles y frías rayas verticales utilizadas como dardos clandestinos que interpelan al espectador burlando el cerco de la censura policial, para decirle que está rodeado de imágenes-trampa gestadas por la lógica del consumo.


Mientras las imágenes publicitarias actúan como el canto de sirenas que oculta la imperecedera explotación de clase e intenta evitar el tedio de lo “siempre igual” (el “fetiche de la mercancía”), Buren actualiza ciertas estrategias de la vanguardia racionalista (v.gr., las del movimiento De Stijl o el constructivismo) y opone al flujo figurativo de la publicidad estrictos planos de color que se obstina en pegar como afiches en serie, en un despliegue sorpresivo y "vandálico" de “micro-acciones” que atraen la mirada del paseante.


Las bandas verticales de Buren interfieren y hablan por contraste: como el pelaje de la cebra o el uniforme a rayas del presidiario, son una "anomalía", un "estado de excepción". Toda interferencia fuerza a preguntarse por qué está allí; toda interferencia es, en el fondo, una evidencia del desperfecto latente en la maquinaria.


La potencia crítica de las rayas de Buren depende, como la potencia de los cuerpos, del espacio en el que fueron emplazadas. Una obra es la suma de la materia que la constituye y su espacio circundante. 

Cuando Buren coloca sus rayas en un grupo de cuatro escaleras mecánicas instaladas en el Cour Carré del Museo del Louvre que transportarán a las modelos de un desfile de moda, esas rayas se imbrican armoniosamente con el estampado de las telas de alta costura. Pierden su efecto disruptivo, se adaptan al entorno, son solo la marca del estilo de Buren conjugada, por ejemplo, con los dameros icónicos de Louis Vouitton. 




Al "salirse" del museo, incluso cuando está pintado sobre su pared, el monólogo continuo de Buren marca la diferencia entre lo que se conserva y dura, adentro, y lo que, colocado afuera, queda sujeto a la marca, la huella y la inclemencia de la meteorología. El granizo cae sobre los toldos de los comercios; el viento agita las velas de los barcos; los tacos gastan las escalinatas y la lluvia lame o azota los monumentos. 

Las bandas de Buren son tan efímeras que hay que fotografiarlas antes de que desaparezcan o filmarlas antes de que se las lleve el tiempo, como sucede con los cuerpos y las cosas. Es revelándonos su provisoriedad inexorable, tan próxima que el tacto puede confirmar su desgaste, que esas bandas, en principio tan ajenas e impávidas, comienzan a parecerse a nosotros mismos. Nosotros mismos cuando ya hemos dejado de ser niños y podemos aprehender el significado y acusar el golpe, implacable y tierno, del paso de un velero a rayas.


Mientras tanto, el museo apila obras con vocación de eternidad, protegidas por dispositivos de control de la temperatura ambiente, cristales blindados y "cordones sanitarios" que impiden que la mano roce la materia, prolijamente detenida por el restaurador en su edad de origen. Las bandas de Buren son un llamado de atención, una campana que suena desde su exacerbado mutismo para alertar acerca del peligro que la rodea: la violencia de la vida en la que fue anclada.

Porque el “envoltorio” de Buren descubre, por oposición, otro “envoltorio”: el que fascina y cubre, con sus figuras cambiantes y sus colores chillones, el horror del mundo.